Polarización en Gaza

Aparentemente la idea de polarización no añade nada nuevo para comprender la naturaleza de los enfrentamientos entre el ejército israelí y a los militantes radicales de Hamas en Gaza. En 2008 y 2014, las duras intervenciones militares pusieron de manifiesto la voluntad inquebrantable de Israel de responder a los ataques con cohetes perpetrados desde la franja autónoma. Y ahora, los bombardeos selectivos del ejército como respuesta al lanzamiento de más de 2.500 proyectiles de distinta fabricación, pero con renovada capacidad tecnológica para sortear los modernizados sistemas de defensa israelíes (Iron Dome), vuelven a dejar claro que el conflicto pasa de la baja a la alta intensidad con la misma facilidad con la que una familia cena en paz y se levanta, al día siguiente, en estado de guerra.  

No hay en apariencia argumentos que permitan llevar la contraria al primer ministro Benjamín Netanyahu cuando actúa como si el conflicto no tuviera solución (The Economist), y tan solo pudiera gestionarse puntualmente en función de los hechos que se producen y que en cada etapa lamentablemente son, al menos parcialmente, los mismos. Un problema territorial enquistado en la negociación política por culpa de una violencia recurrente, a lo cual se une la incapacidad de dos comunidades de convivir en paz, y que se ve agitado e influido por la acción de las potencias regionales y globales, que lo utilizan como argumento para hacer presentes sus intereses. Pero es precisamente en esta explicación donde cobra sentido el concepto de polarización: las comunidades enfrentadas están hoy más polarizadas, al igual que lo están las potencias interesadas en promover un orden regional en permanente competencia.

En los últimos cinco años, la democracia israelí ha pasado por sucesivos procesos electorales y fenómenos de corrupción que han fracturado la gobernabilidad y diseminado el Knesset, en donde se han hecho presentes grupos radicales de extremistas y ortodoxos con mayor capacidad de acción social y política. Los mismos activistas presentes en las manifestaciones, en el rechazo a las normas sanitarias y en la movilización ultranacionalista. Las últimas en Jerusalén Este (Puerta de Damasco) y contra palestinos radicalizados en Lod, Acre y Haifa.

La Autoridad Nacional Palestina liderada por Abbas en Cisjordania, por su parte, no convoca elecciones sistemáticamente ante la posibilidad de perder el poder y la moderación que representa, lo cual resta credibilidad al frágil sistema palestino. En este ambiente se hace aún más fuerte Hamas, que no necesita polarizarse porque sigue exactamente en el mismo punto de radicalización ideológica con el cuál se abrió camino en Gaza hace dos décadas, es decir, no reconocer el estado judío y luchar contra su existencia como primera prioridad.

Con este complejo panorama interno, Israel había aprovechado su calculada distancia de la guerra en Siria y la progresiva retirada de Estados Unidos del terreno de operaciones para incrementar su papel como potencia regional. Fortaleciendo la alianza con los americanos durante la administración Trump y consolidando acuerdos de reconocimiento y amistad con países árabes (Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Marruecos) y desarrollando proyectos de cooperación económica con otros actores implicados como Turquía. Lo cual podría relanzar su política exterior hacia una posición de pivote entre actores e intereses rivales, pero no necesariamente enfrentados, que permitiera una revisión de cuestiones políticas entre las que también está el conflicto con los palestinos. Las conversaciones para aproximar posiciones en la tensión diplomática que enfrenta desde hace unos años a saudíes y emiratíes por un lado y a turcos y qataríes por otro, pueden ser otro ejemplo de los distintos intentos regionales por recomponer las relaciones en Oriente Medio.

El liderazgo y la eficiencia de Israel en la lucha contra la pandemia ha servido además para hacer más creíble al pequeño estado en su aspiración de convertirse en una potencia mas determinante y no el habitual enemigo protegido a batir, por los distintos radicalismos religiosos y políticos. El más habitual, el régimen iraní, que alimenta desde su victoria parcial en el conflicto sirio la posibilidad de hacer más fuerte su actividad en las fronteras israelíes desde Líbano a través de Hizbulla y desde Gaza.

El cambio de orientación en la administración norteamericana no parecía trastocar los planes de Israel. Pero una vez abierta la puerta a una posible vuelta a la negociación con Irán para impedir su capacitación nuclear y reducir las sanciones, e inmediatamente después, los ataques de Hamas y la respuesta firme de Israel, la situación pone ahora al presidente Biden ante la necesidad de recalcular los costes de la vía diplomática: desdibujar la alianza recién pintada en el territorio vaciado de Oriente Medio, o permitir el borrón humanitario y político de escalar un enfrentamiento armado con víctimas civiles y niños inocentes ante los ojos de una opinión pública muy sensible con lo que ocurre en Palestina. Cuando además significa que Israel pierda terreno e imagen en su estrategia de construir una alianza sólida en la región sobre la que Estados Unidos pueda apoyar su liderazgo a nivel global.

José Mª Peredo es Catedrático de Comunicación Política y Relaciones Internacionales

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