Rusia: una potencia revanchista con límites a la vista.
Mayka Chuquiure Salazar, Lucas di Gregorio y Kalieska Ravello Mori
¿El oso ruso resurge o se desangra? La Rusia de Putin se mueve por un impulso revanchista, la ambición de recuperar su estatus y corregir mapas, pero se enfrenta a limitaciones y debilidades que la hacen tropezar una y otra vez: Rusia ya no es el gran imperio que alguna vez fue. En Europa, Emmanuel Macron la ha definido como una potencia “imperialista revisionista” (Efe, 2025); en Estados Unidos, el Presidente Donald Trump la reduce a un “tigre de papel” (Dickson, 2025). La invasión de Ucrania lo pone en evidencia: el sueño de la “Gran Rusia” se volvió desgaste y estancamiento, abriendo vacíos de poder en otras regiones donde antes Moscú tenía peso. De la misma manera, las elecciones en Moldavia dejaron en evidencia que la maquinaria propagandística rusa no logró traducirse en una victoria en las urnas.
Desde la perspectiva rusa, su ambición de conservar control e influencia en su región, no es un capricho, sino que se combina con una lógica de supervivencia, “una sensación de asfixia, de sentirse rodeada y acosada por la OTAN” (Dezcallar de Mazarredo, 2024). La invasión de Georgia de 2008, la anexión de Crimea en 2014, la influencia rusa en Medio Oriente y en el Cáucaso, parecía demostrar la eficacia de la política exterior rusa y proyectaban la sensación de que Moscú volvía al escenario internacional como la potencia que alguna vez fue.
Sin embargo, la invasión de Ucrania marcó un punto de inflexión. El estancamiento de la guerra marcó un límite a las ambiciones rusas y resultó en un retroceso estratégico en su influencia en la región.
Llegado el año 2022, tras años de conflicto interno en Ucrania por establecer una fuerza extranjera dominante (Rusia-Occidente), un claro bando toma el poder y decide acercarse, cada vez de una forma más evidente, a Occidente dejando de lado, casi por completo a su antigua metrópoli, Rusia (Zabala, 2022).
Viendo esta situación y tras años decadencia internacional, en cuanto a relevancia e influencia, y tras la inminente entrada de Ucrania en la OTAN como detonante, Rusia decide entrar en el territorio de su país vecino con el objetivo de recuperar el control sobre el territorio ucraniano, al menos de aquel en el que la mayoría de la población aprueba como beneficiosa la influencia y soberanía rusas (Zabala, 2022).
En este contexto, Ucrania se encuentra debilitada, sin un ejército fuerte y con una situación económica compleja, una corrupción alarmantemente alta y con un conflicto interno de casi 10 años de duración. Con una Rusia sin mucha mejor suerte, sumida en una crisis económica y social muy lejos de lo que fue la antigua URSS, Vladimir Putin decide que Ucrania debe ser invadida y los territorios Pro-rusos anexionados. Tal como señalan Kendall-Taylor y Kofman, la guerra ha puesto de manifiesto las debilidades del poder ruso, acelerando su declive y reduciendo su capacidad de influencia internacional.
Para ambos bandos hay un factor clave, el tiempo. Para Rusia un conflicto duradero será costoso y problemático; y para Ucrania será la clave para mantener la esperanza de conseguir defender su soberanía, creando ingeniosamente, como se ha visto durante estos casi tres años de guerra, armas de fabricación casera y una resistencia pseudomilitar que lejos de tener capacidad ofensiva, es muy eficaz en la defensiva, mermando los efectivos y medios rusos en el frente, consiguiendo ralentizar el avance de tropas de forma barata y eficiente, contraponiendose con una Rusia que emplea cada vez más efectivos y medios a un frente a miles de kilómetros de sus principales base.
El mejor compañero de Ucrania en esta guerra es el tiempo y para Rusia es su peor enemigo. Más tiempo para Rusia significa, más soldados fuera de sus hogares, más tanques fuera de sus bases y más aviones lejos de sus aeropuertos; todo para conseguir recordar, en parte, lo que fue el Imperio Ruso, al menos así es como la propaganda Rusa justifica esta invasión (Moriconi, 2023).
Pero ¿qué dejó la guerra para Moscú? A partir de ahí, Rusia fue acumulando una racha negativa. La invasión rusa encendió las alertas en Europa, llevando a una expansión de la OTAN y un incremento en el gasto de defensa europeo. El estancamiento de la guerra llevó a que Rusia retirara su protección a Armenia en el conflicto de Nagorno-Karabakh, lo que erosionó su influencia en el Cáucaso. Por si fuera poco, en diciembre de 2024 el régimen de Bashar Al-Assad en Siria, un aliado clave para el Kremlin, colapsó y culminó con la pérdida de influencia rusa en Medio Oriente. El vacío de poder generado por Rusia en ambas regiones aceleró el ascenso de potencias regionales como Turquía como actor cada vez más decisivo (Mankoff, 2025).
Este mismo patrón de desgaste, que expone las limitaciones del poder ruso y sus ambiciones revanchistas, pudo observarse en las recientes elecciones llevadas a cabo en Moldavia. Contra todo pronóstico, el país dio un giro que desafía el panorama internacional; la antigua república soviética ha demostrado que su destino no está en manos de Moscú.
Tras varias semanas, el Kremlin apostó fuerte. Ataques cibernéticos a la infraestructura electoral, campañas de desinformación y disturbios masivos, fueron el escenario de las redes moldavas (Fouda, 2025). Rusia buscaba imponer un gobierno afín a sus intereses, aprovechando el infortunio económico (Observatorio de Complejidad Económica, 2023) y el temor a una integración plena con la Unión Europea. Sin embargo, la jugada no dio el resultado que Moscú esperaba.
Los resultados de las urnas dejaron claro que una gran parte de la población moldava prefiere mirar hacia Bruselas y no hacia el este. La presidenta, Maia Sandu (2025), líder del bloque europeísta, declaró “Hemos demostrado al mundo entero que somos un país de personas valientes y dignas”.
El fracaso ruso en Moldavia no solo tiene una representación simbólica, sino que demuestra un desgaste progresivo de la influencia del Kremlin en lo que eran sus antiguos territorios. La derrota de sus candidatos y la posición firme del gobierno moldavo envían una señal inequívoca a los demás países de la región.
Mientras Rusia insiste en mantener su influencia utilizando armas políticas, Moldavia avanza en la dirección opuesta, emergiendo como un ejemplo de resistencia democrática. Con apenas 2.3 millones de habitantes (World Bank Group, 2024), ha logrado lo que muchos consideraban algo imposible de hacer: desafiar el poder del Kremlin. A día de hoy, Moldavia no solo resiste, vive una afirmación de su soberanía, siendo un símbolo de independencia en una región donde el poder ruso era, aparentemente, inamovible.
Los recientes fracasos de la política exterior rusa no significan que haya desaparecido del tablero internacional. Rusia permanece como una potencia con una inmensa capacidad militar y económica, que sigue representando un desafío para sus rivales históricos. Más que nostalgia, el revanchismo ruso funciona también como un mecanismo de supervivencia para mantener estatus e influencia en las antiguas fronteras imperiales. Rusia sigue siendo un actor de gran peso internacional, pero ha demostrado que sus impulsos chocan con sus límites cada vez más visibles.