La escalera del poder: Estados Unidos, China y la pugna por la cima del mundo.
Carmen Moreno Sánchez, María Cerdá Gómez
Como bien indicaba Joseph Nye (2004),“El poder no se hereda, se escala.” En la escena internacional del siglo XXI, la imagen del poder ya no se mide únicamente en ejércitos o PIB. Hoy, la influencia global se construye también con cultura, tecnología, diplomacia y capacidad de seducción. En este contexto, la llamada metáfora de la escalera ilustra de forma visual y precisa la relación entre Estados Unidos y China: una competición silenciosa por alcanzar, o por lo menos mantener, el peldaño más alto del orden mundial.
Desde el final de la Guerra Fría, Estados Unidos se ha mantenido en la cúspide de esa escalera, actuando como árbitro y arquitecto de las reglas internacionales. Pero en las últimas décadas, China ha ido subiendo peldaño a peldaño con una determinación inédita. Su ascenso económico, tecnológico y diplomático ha alterado el equilibrio global, generando una nueva rivalidad que muchos definen como la segunda Guerra Fría, aunque esta vez librada más con símbolos y narrativas que con misiles (The Economist, 2024).
China ha conseguido, en apenas 40 años, lo que a otras potencias les llevó siglos: pasar de ser un país rural y aislado a convertirse en la segunda economía del planeta. Pero su verdadero desafío no es solo económico, sino reputacional. Como explica Nye (2004), el liderazgo global ya no se gana solo con coerción o dinero, sino con atracción, confianza y prestigio internacional.
En esa lógica, el gobierno chino ha desplegado una estrategia milimétrica para mejorar su imagen exterior. Los Institutos Confucio, presentes en más de 150 países, buscan promover el idioma y la cultura china. El auge de plataformas como Tik Tok, de empresas tecnológicas como Huawei o de eventos como los Juegos Olímpicos de Pekín, son manifestaciones de una diplomacia de poder blando que combina cultura, innovación y narrativa nacional (Shambaugh, 2013).
Al mismo tiempo, proyectos geopolíticos como la Nueva Ruta de la Seda refuerzan esa escalada simbólica. No solo conectan puertos y ferrocarriles, sino también percepciones: China se presenta como un socio confiable, moderno y alternativo al modelo occidental (Wang, 2021).
Del otro lado de la escalera, Estados Unidos observa el ascenso con una mezcla de admiración y temor. Su hegemonía, cimentada durante décadas en su economía, su ejército y su inigualable poder cultural, comienza a ser cuestionada. El American Dream, exportado al mundo a través de Hollywood, Silicon Valley y las universidades de la Ivy League, sigue siendo un poderoso instrumento de atracción, pero su brillo ya no es tan absoluto como en los años noventa (Zakaria, 2008).
En la era digital, Washington ha entendido que la defensa de su posición pasa también por mantener su marca país. Su imagen como defensor de la democracia y de la libertad ha sufrido erosiones, por guerras, crisis internas o desigualdades crecientes, lo que abre espacio a otros discursos.
La administración estadounidense se enfrenta a un dilema: cómo seguir liderando sin parecer un imperio. De ahí que su competencia con China se exprese menos en el terreno militar y más en la batalla por la narrativa: quién convence al resto del mundo de que su modelo político, económico y social es más deseable (Ikenberry, 2018).
En el siglo XXI, la escalera del poder ya no se sube a base de conquistas, sino de influencias. Las películas, las redes sociales, la educación y las marcas comerciales son ahora las nuevas armas simbólicas. Tanto Estados Unidos como China compiten por ser referentes culturales y tecnológicos.
Mientras Disney o Netflix difunden valores occidentales y visiones de libertad individual, China impulsa su industria audiovisual para proyectar historias que refuercen su identidad nacional y su modelo de armonía social (BBC News, 2023). Del mismo modo, si Apple o Nike son emblemas del espíritu emprendedor estadounidense, Huawei o Alibaba buscan posicionarse como símbolos del progreso y la autosuficiencia tecnológica china.
En este sentido, la marca país se convierte en el nuevo campo de batalla del poder blando. Como explica Anholt (2010), la imagen de una nación actúa como una “marca comercial”, que puede abrir o cerrar puertas en la diplomacia, el turismo o la inversión extranjera. Cada avance tecnológico o éxito cultural representa un peldaño más en esa escalera invisible. Y cada error, como una guerra mal gestionada, un escándalo diplomático, una violación de derechos, puede hacer resbalar incluso al más poderoso.
El problema de toda escalera es que, si dos suben al mismo tiempo, pueden chocar. En la metáfora geopolítica, esto se traduce en una tensión estructural: Estados Unidos teme que, si China alcanza la cima, el orden mundial basado en sus valores se desmorone. China, en cambio, insiste en que su ascenso no busca sustituir, sino “equilibrar” el liderazgo global (Wang, 2021).
Sin embargo, la historia ofrece advertencias. En el pasado, cada cambio de hegemonía, del Imperio Británico a Estados Unidos, o antes del español al francés, vino acompañado de conflictos. Hoy, el riesgo es que la escalera del poder mundial sea demasiado estrecha para dos, y que la falta de espacio conduzca a una crisis global (Ikenberry, 2018).
La metáfora de la escalera nos obliga a reflexionar sobre el tipo de liderazgo que queremos en el mundo. ¿Debe la cima pertenecer solo a uno, o es posible compartirla? Quizás la respuesta no esté en escalar más rápido, sino en ensanchar la escalera: promover un orden internacional más cooperativo, donde el poder blando y la imagen sirvan no para dominar, sino para conectar. Porque, al fin y al cabo, ninguna nación puede permanecer en la cima si el resto decide retirar los peldaños.